La puerta de la autopista. La profunda garganta del estomago, se ahoga en sollozos de bofetadas de realidades digeridas. A base de espasmos de ensueños, se levanta el juglar de imágenes y el resplandor mañanero de verdades hieren sus ingenuas pupilas. Como cabalgadura cansada se atreve a desafiar el obstáculo, que separa su mundo del mundo ajeno, no es suyo, ni de nadie, pero todo lo usan, como una autopista que no lleva a ningún lugar -sí, un día encontraras la puerta de la que todo el mundo habla pero que no quiere utilizar- esperando algo que nadie te va a dar. Es la jungla del vivir diario, donde los carteristas de felicidades hacen su agosto, donde los niños crecen bajo las asustadas vigilancias de sus creadores. Y él esta allí en el umbral de su puerta recibiendo la brisa y los olores ajenos, sabe que no puede abusar de ese privilegio pues todo tiene un precio y en este mercado de vanidades, te ofrecen a sabiendas de los que te consume. No eres más que un manjar de vampiros urbanos, babeado, vejado, apaleado, más todos los ados de los anos razonablemente humanos capaces de inventar ellos. Después de todo, te tiene que sentir agradecido. Pero siempre tienes que pagar. Tenia conciencia que su cuerpo era duro y frágil. Pero ya se sentía cansado de vestirse con la misma armadura de rebeldía e inconformismo de todos los días, de todas las semanas, todos los meses del año, todos los años de los años, le pesaba, sabía que estaba hecha con material de generación de mala leche, de generaciones heredadas de sus padres a sus abuelos, a sus bisabuelos, a sus tatarabuelos a sus tátara-tatarabuelos y demás tatarás que se perdía en la puerta de la autopista que nadie quería pasar. Pero él seguía ahí oteando el ombligo de la calle, controlando el miedo, con un deseo de correr hacia atrás en el tiempo y volver al calido refugio de la casa materna. Pero la ausencia del calor de su cuerpo le recordaba un abismo de realidades, que laceraba sus sentidos. No había más cojones que caminar y tratar de terminar la jornada con dignidad, por que eso era lo único que le quedaba, un orgullo rancio y oxidado. Levanto la vista tratando de descifra sus mensajes, busco los hilos invisible que él dibujaba todas las mañanas. Con el consuelo de saber algo de ella. Pero no recibió ninguna señal, la jornada del día se tejió entre el caminar y el mendigar de futuro. Estaban apagando las luces del infinito, tenia que regresar. Volvió a la puerta de partida, -a su puerta, no a la puerta de la autopista-, estaba bajo la protección del umbral de su puerta, su única puerta. Y ante de entra, miro hacia arriba para comprobar si los hilos que dibujo por la mañana estaban, pero no, algún hijo de buena madre lo había borrado en venganza. Una vez más cenaría en compañía de su sombra y como todos los días ante de acostarse le escribiría cartas en hojas de hielos, grabando con manos temblorosas sus reproches de amor. Pondría las cartas en el borde de la ventana, con el pretendido convencimiento, que mientras dormía, el lagrimear de su hojas llegaría a ella como un arroyo de amor eterno y si en su andar de agua solitaria, por el calor se transformaba en paloma blanca, esta volaría hasta el cabecero de su cama, para con un beso tímido de su pico húmedo, darles las buenas noche a su amada. Se acostó, monto en sueños, la tela virgen en el marco de sus ideas y con colores robados a la vida, la pinto y bajo la protección de un arco iris sudaron de pasiones, se quedaron dormido embriagado de trementina, sus cuerpos brillaba como estatua de bronce por el efecto del aceite de linaza. Y en un ramalazo de lucidez, el artista se dio cuenta que aquella no era su casa, que aquella no era su puerta, que aquel no era su umbral, que su distracción loguió a la puerta equivocada, era la puerta del final. La puerta de la autopista, pero que más daba, si aquí estaba con su amada. Uribazo / 2003.